«Allí siento que nada puede sucederme -ni deshonra ni ca­lamidad (si no daña mis ojos)- que la naturaleza no remedie. De pie, sobre la tierra desnuda -mi frente bañada por una brisa ligera y erguida hacia el espacio infinito-, todo egoísmo mezquino desaparece. Me convierto en un globo transparente, no soy nada, lo veo todo, las corrientes del Ser Universal circulan a través de mí. Soy una partícula de Dios».  Ralph Waldo Emerson El regreso a la naturaleza y su preservación no es una obsesión ni una necesidad actual, sino que corre en paralelo a la historia de la humanidad y cobra especial fuerza durante el ilustrado Siglo de las Luces y su sucesor, el industrializado siglo XIX, que verá crecer de modo exponencial la población y la tecnología, con la consecuente explotación exhaustiva de materias primas que agota la tierra. Hoy seguimos sufriendo los males que todo esto acarrea, y no parece que haya voluntad de aplicar la medicina que nos sane. Esta antología, cuyos relatos fueron publicados entre 1830 y 1903, no se ocupa de la naturaleza arcádica de los grecolatinos, ni del jardín del edén de los escritores medievales y renacentistas, ni del paisajismo Barroco, sino de la naturaleza que nos atraviesa como «las corrientes del Ser Universal». Se ocupa, pues, del movimiento que promovieron los transcendentalistas, y del contagio de sus ideas en contemporáneos y sucesores; un contagio que dará lugar a un nuevo género -e incluso a una novedosa manera de contar-, propio de la literatura estadounidense, que llega hasta nuestros días. Ralph Waldo Emerson, Washington Irving, James Fenimore Cooper, Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Francis Parkman, Henry David Thoreau, Herman Melville, Louisa May Alcott, Sarah Orne Jewett, Harriet Beecher Stowe, William Dean Howells, Kate Chopin, Stephen Crane, Mary Noailles Murfree, Jack London, Bret Harte, Mary E. Wilkins Freeman, Mark Twain y Walt Whitman.

Nathaniel Hawthorne (Salem, Massachusetts, 1804-Plymouth, 1864) escribió alegorías, de las que, sorprendentemente, llegaría a arrepentirse. Fue amigo de Herman Melville, quien le dedicó Moby Dick. Fue un recluso voluntario, por una especie de malentendido con las puertas. Terminó sus días como Hölderlin, escribiendo encerrado en una torre. Poe, que no era de halago fácil, dijo de él: «Lo considero uno de los pocos hombres de genio indiscutible que ha llegado a dar nuestro país». Para el editor Duy­ckinck era como si ese genio, «sin deudas respecto al pasado o a contemporáneos extranjeros», hubiera caído del cielo.